sábado, 9 de marzo de 2013

Memorias líquidas

El periodista Enric González es un profesional original. Tiene un estilo propio, una forma personal de mirar y de contar lo que ve a su alrededor, también un compromiso con una profesión tan vapuleada últimamente. Son magníficas sus crónicas de corresponsal y también sus columnas de televisión, especialmente cuanto escribió en su breve etapa de Jerusalén. Es también una prueba de que las relaciones entre periodista y empresa son siempre conflictivas y, frecuentemente, acaban mal. Peor para el periodista.

Su último libro, Memorias líquidas, es un relato breve de su vida profesional. Desde los comienzos en la Hoja del Lunes de Barcelona hasta su salida abrupta de El País. Es también una descripción desgarrada del declinar galopante que ha vivido el periodismo en España con la alegre complicidad de muchos profesionales de fuste, proceso del que El País es paradigma cabal.

El País. Algún día se estudiará en las facultades de Periodismo los mecanismos por los que un medio que conquista en pocos años los niveles de referencia nacionales e internacionales de la mano de un director puede caer a los abismos conducido por la misma mano, ahora devenida en empresario. En las facultades de Periodismo y en las de Economía. Quizá también en las facultades de Medicina, especialidad de Psiquiatría.

El País es en buena medida el espejo en el que nos hemos mirado una generación de españoles. El catalizador que nos mostraba las transformaciones que ocurrían ante nuestros ojos tras la muerte de Franco y el final de la dictadura. El País era un periódico pero era mucho más que eso. Era un compromiso, una declaración de principios. De ahí que su deriva nos afecte como si hubiera enfermado un pariente próximo.

Su aparición, el 4 de mayo de 1976, coincidió con el final de una de las muchas huelgas sectoriales o de empresa que se vivieron en aquellos años, en las que había tenido alguna participación. Habíamos salido mal parados –con muchos despedidos, entre ellos Antonio Gutiérrez, que luego sería secretario general de CCOO- pero mejor de lo que cabía pensar después de tener que oír a Martín Villa –a la sazón ministro de Relaciones Sindicales y uno de los hombres fuertes de UCD- que esas cosas, y otras peores, nos pasaban por confundir legalidad con justicia.

Entre las peores había que incluir la muerte de cinco trabajadores en Vitoria ametrallados por la policía, que entró en la iglesia donde se habían refugiado miles de personas disparando gases lacrimógenos en un lugar cerrado y, luego, dispararon fuego real a quienes buscaban la salida para no perecer ahogados. El pasado 3 de marzo se cumplieron 37 años de aquellos crímenes por los que no pagó nadie. Por esas fechas, el ministro de Gobernación, Manuel Fraga Iribarne, se encontraba de viaje en Alemania –vendiendo las bondades de la santa transición- y le sustituía en sus funciones el entonces secretario general del Movimiento, Adolfo Suárez.  

En la letra pequeña, yo tenía que incluir dos intentos de detención –de los que me había librado por los pelos y por la protección de personas alineadas con el sistema, todo hay que decirlo- y una escena esperpéntica en la que un agente de la guardia civil bajó del jeep, se caló el arma y, por el hecho de que fui la primera persona con la que se topó, estuvo a punto de levantarme la tapa de los sesos ante la mirada espantada de varias decenas de los huelguistas a los que me he referido y la del jefe de aquél número cuyo arma sentía en mi cuello. Para no mencionar mi propio espanto.

En esa sociedad, donde cualquiera podía ser víctima de la arbitrariedad de las fuerzas de seguridad y de las numerosas estructuras de poder heredadas de la dictadura y no desmontadas –valga de ejemplo de impunidad el asesinato de Yolanda González- en esa sociedad, donde todos los medios de comunicación eran herederos de la dictadura, apareció El País como una promesa de lo que iba a ser la democracia del futuro.

Nada del nuevo periódico tenía que ver con lo que existía, ni el diseño, ni el formato ni, sobre todo, el lenguaje. Era un periódico que hablaba como hablaban sus lectores, sin marear la perdiz.

Enric González analiza muy atinadamente cómo y por qué causas se torció aquella trayectoria con la que se identificaban miles de lectores. Habla de la confusión –tan frecuente en periodismo- entre influencia y poder; de los primeros indicios de corrupción, del silencio de los periodistas, de su complicidad, de su sumisión al poder. Relata algunos casos muy señalados –Banca Catalana, la concesión de licencias de televisión, las corruptelas en las críticas literarias- pequeñas y grandes corrupciones expresivas del estado moral de la clase periodística y de la clase política españolas.

Mientras leía el libro, los medios repiten detalles a cual más escabroso de la trama Gürtel y de Luis Bárcenas, ex tesorero del Partido Popular. Oyéndolos, se diría que los periodistas acaban de enterarse de que la mayoría de las empresas han venido financiando a los partidos políticos. No es verdad. Cualquier periodista, a poca experiencia que tenga, sabe que el flujo de dinero hacia los partidos era habitual en cualquier momento y abundante en periodo electoral. En ocasiones, mediante chantaje.

A mediados de los años 80 del pasado siglo, una importante empresa de productos lácteos solicitó licencia para la ampliación de una de sus factorías. La ampliación pretendía levantarse sobre unos terrenos cuya calificación urbanística era, en el mejor de los supuestos, confusa. Era preciso recalificarlos, pero el procedimiento era complicado y podía alargarse o acelerarse según la voluntad del ayuntamiento. El alcalde de la localidad, que ya había tratado de presionar al director de mi periódico para que me despidiera, explicó al empresario las dificultades que había con su proyecto, dificultades que, aclaró, podían soslayarse a condición de que su empresa retirara la publicidad al medio en el que yo trabajaba.

El empresario llamó al director y le anunció que no contara con su publicidad, que suponía una jugosa partida. El director, considerando la pérdida de ingresos, buscó la mediación de una persona, amiga de ambas partes, persona que había sido muy significada pero que estaba ya retirado y que, para entretenerse, acostumbraba a grabar sus conversaciones telefónicas mediante un sistema que hoy parece arcaico pero que a los periodistas nos ha sacado de más de un apuro: la típica ventosa conectada al teléfono y a la grabadora. De esa manera pudimos oír mi director y yo y algunas personas más, cómo el empresario confesaba la disyuntiva en que se encontraba y que, entre un periódico de provincias y su factoría, no había color.

Efectivamente, durante meses se mantuvo la retirada de publicidad hasta que, una vez concedida la licencia de construcción, volvió a insertar sus anuncios. ¿Por qué? El empresario lo explicó a su amigo, el mediador, con la espontaneidad que le caracterizaba: Estos de la UCD me han pedido dinero para la campaña y el que pide no pone condiciones, las pone el que da. Pero ¿Cómo das dinero a esta cuadrilla de facinerosos?, le preguntó el mediador, molesto aún por el chantaje anterior. Por la misma razón que doy dinero al PSOE y a otros grupos, porque tengo que estar a bien con ellos por lo que pueda necesitar. 

Algún tiempo después y por el mismo procedimiento de la grabación mediante ventosa, pude oír la explicación del mismo empresario sobre la elevadísima inversión publicitaria que estaba haciendo en un conocido programa radiofónico matinal: O les pago la publicidad o sacan un análisis negativo de mi leche y, aunque al final se demuestre que no tienen razón, para cuando pueda desmentirlo me han hundido el mercado. El conductor de aquel programa, cuyas tácticas de captación publicitaria eran harto conocidas, ha recibido en sus años de ejercicio profesional todos los premios que puede recibir un periodista, con el general beneplácito. No hace mucho le oí impartir una de sus proverbiales clases magistrales a través de la televisión sobre la honestidad y credibilidad de los medios.

González relata también en sus Memorias líquidas algunos procedimientos mediante los que no pocos periodistas se enriquecieron muy por encima de la decencia. Hasta donde yo conozco, no hay profesional con alguna especialización a quien allá por los 90 no le hayan ofrecido una cifra inmoral por un informe perfectamente prescindible que podía elaborar un alumno de educación básica. Otra cosa es quien haya aceptado tal encargo y quién no.

Así eran las cosas ya entonces y cualquier periodista puede narrar su propia batallita. Cuando paso cerca de la central lechera me pregunto qué habría ocurrido si el empresario, además de contárselo a mi amigo el mediador le hubiera contado esas historias tan jugosas al juez.

1 comentario:

  1. Lo el El Pais duele como la traición de alguien querido en quien confiabas, no ciegamente que bob@s tampoco somos, pero si como primera toma de contacto con una realidad demasiado compleja como para entenderla un@ sola.

    Me apunto el libro y este en papel.

    (por cierto, mil gracias por la recomendación del Meridiano de yasabesquien, besale de mi parte)

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