domingo, 24 de noviembre de 2013

Juantxu Rodríguez, periodista



 
Entre los periodistas, como en cualquier profesión, hay de todo. Los hay buenos, malos, mediocres o excelentes, honrados y vendidos, inteligentes y tontos de baba. Hubo un tiempo que fue una profesión respetada; hoy, está menospreciada cuando no bajo sospecha.
Es la lógica consecuencia a mucho desafuero protagonizado por famosillos o famosos a secas que utilizaron su pluma, su imagen o su palabra como palanca para obtener cosas distintas de un salario decente y también de una cierta dejación de los profesionales en general. El catálogo es variado: los todólogos que pontificana toda hora y sobre cualquier tema en radios y televisiones, sobre todo en éstas, atrincherados en posiciones partidistas; los que se tasan a sí mismos encifras astronómicas; los que se pasean alegremente fuera de la ley.
Están también aquellos a quienes las noticias no favorables al poder o a los poderosos les pillan siempre mirando a otro lado o fuera de foco. No están ni se les espera. Empero, ésta es una profesión imprescindible en democracia. Conocido es el axioma de que la democracia de un país puede subsistir sin gobierno pero no sin periodistas.
Periodistas, esto es, personas al servicio de la verdad, que se enfrentan a la realidad con espíritu crítico y lo cuentan, estos sí, “cueste lo que cueste y les cueste lo que les cueste”. A algunos, incluso, les cuesta la vida y a la mayoría, les ocasiones sinsabores, dificultades e incomprensiones. Al poder, a cualquier poder, le desagrada la crítica y le resultan sospechosas la independencia y la crítica.     
A la orilla de un camino en el parque del Retiro de Madrid, cerca de la vía que une la Plaza del Ángel Caído con la Cuesta de Moyano (a la derecha), hay una pequeña inscripción que reza así: "A la memoria de Juantxu Rodriguez. La Asociación Nacional de Informadores Gráficos de Prensa y el Ayuntamiento de Madrid".
¿Quién era Juantxu Rodríguez? Un periodista gráfico. Alguien que utilizaba su cámara para contar al mundo lo que ocurría en cualquier esquina del planeta. Y en una de ellas, en Panamá, su dedicación le costó la vida. Le acompañaba en aquella ocasión Maruja Torres, otra periodista que ha recorrido el mundo contándonos lo que ocurría, a despecho de los distintos poderes, como bien quedó de manifiesto al dejar el periódico en el que había trabajado durante años.
Estos días Maruja ha escrito un artículo en el que relata lo que ocurre desde su atalaya de mujer de 70 años que ha visto y vivido casi todo pero que sigue con los ojos abiertos y la tecla afilada. Un artículo que honra la profesión. Periodismo en carne viva.

jueves, 21 de noviembre de 2013

El asesinato de Kennedy: el principio del fin del mundo

 
Tenía 16 años, estaba interna en un colegio de monjas. La televisión era un objeto vedado para las internas, no se nos permitía tener radio, no leíamos el periódico, vivíamos en una especie de burbuja protectora, aisladas de la realidad cotidiana.
A mediados del pasado siglo, una chica de 16 años, por lo normal, vivía ajena a todo lo que no fueran sus clases y, acaso, algún ligoteo de verano. Pero yo había salido marisabidilla y me gustaba leer todo lo que caía en mis manos. Ya entonces era una voraz devoradora de periódicos y de libros y hacía dos años que me había leído de sendas tacadas El Capital, de Karl Marx, y Las obras completas de José Antonio Primo de Rivera, que, en realidad, eran una recopilación de sus discursos pero el libro rezaba así: Obras completas. También me había leído las actas de los plenos del Congreso de los Diputados durante la República, que había publicado ABC.
Con ese bagaje, había seguido muy atentamente las vicisitudes de la elección presidencial en Estados Unidos que iban a llevar a la Casa Blanca a un presidente demócrata, de ascendencia irlandesa, el primer -y hasta ahora único- católico que ocuparía el despacho oval.
John Fitzgerald Kennedy tenía todo para encandilar. Era joven, rico, bien plantado y estaba casado con una mujer guapa y culta que le había dado dos hijos, aún niños. Pertenecía a una familia poderosa e influyente, un verdadero clan. Que, además, fuera mujeriego lo supimos luego. A mí me gustaba porque era demócrata que en aquella época era lo más a la izquierda que se podía ser.
En los dos años largos que permaneció en la presidencia de la nación que aspiraba a liderar el mundo permitió la invasión de Bahía de Cochinos, tuvo un serio encontronazo con Kruschev a propósito de los misiles en Cuba, vio cómo la URSS construía el muro de Berlín y cómo la guerra de Indochina se enquistaba aunque no alcanzó a ver cómo se convertía en el cáncer de Vietnam. También llegó a ver el avance de la carrera espacial americana y del Movimiento por los Derechos Civiles liderado por Martin Luther King.
Parecía un ciudadano del mundo. En su visita a la República Federal Alemana, donde fue agasajado por el canciller Konrad Adenauer y por el alcalde de Berlín, Willy Brandt, declaró ser “el acompañante de Jackie Kennedy” y ante el muro de Berlín, que escenificaba la guerra fría y dividía Europa en dos mitades enfrentadas, proclamó: “Ich bin ein berliner”, a la manera en que los romanos se declaraban ciudadanos del imperio, “civis romanus sum”.
Después supimos de sus concomitancias con grupos de presión, de sus aventuras extramatrimoniales, de sus incapacidades y de sus limitaciones, pero entonces era aún el joven presidente de una nación que iba a cambiar el mundo.
Aquel curso del 63 yo tenía una amiga, alumna externa, que cojeaba del mismo pie: era empollona y le gustaba hablar de política. Ella era quien me tenía al día de la evolución del mundo fuera del colegio. Ese día, me hizo una seña agitando la mano con fuerza, lo que indicaba que me tenía que contar algo gordo, seguida de giros sucesivos de la mano, o sea, que me lo contaría luego. Todavía en la fila que nos conducía a misa o a clase, no lo recuerdo bien, pese al obligado silencio, me susurró: Han matado a Kennedy.
Había ocurrido eso que creíamos que sólo sucedía en los libros. Como cuando “en la calle del Turco le mataron a Prim, sentadito en su coche con la guardia civil”; o cuando en la Puerta del Sol un tiro mató a Canalejas mientras observaba el escaparate de la librería San Martín; o cuando dispararon a Cánovas del Castillo en el balneario de Mondragón. Sucesos, datos que estudiabas en Historia. Un magnicidio.
En Dallas, habían detenido enseguida como autor de los disparos a Lee Harvey Oswald, el sospechoso perfecto, un inadaptado, casado con una mujer rusa hija de un militar de la KGB, pero pronto se corrió la especie de que se trataba de una conspiración: del lobby petrolero, de la mafia, del FBI, de la CIA, de todos juntos, pero conspiración. Dos días después, ante las cámaras de televisión de medio mundo, un hampón de medio pelo, confidente de la policía, Jack Rubi, disparó contra Oswald cuando era trasladado a declarar.
Parecía que el mundo iba a pararse de un momento a otro, sobrecogido por tanta insensatez y tal espanto. Pero no se paró. Kennedy fue enterrado en el cementerio de Arlington y su vicepresidente Lyndon B. Johnson ocupó su lugar en la Casa Blanca cuando aún permanecía en la memoria de medio mundo la imagen del pequeño John-John Kennedy saludando al paso del cadáver de su padre. 
En 1963 dos superpotencias -EEUU y la URSS- se disputaban la hegemonía del mundo a pesar de que los agoreros aseguraban que el mundo se acabaría con el milenio, en el año 2000. Resultó que los agoreros tenían razón. Cuando estrenamos milenio no quedaba nada de lo que había sido el mundo en nuestra juventud, incluso había desaparecido una de las superpotencias. Quizá el asesinato de Kennedy, impune como tantos otros, fue el primer indicio de lo que se avecinaba: el principio del fin de aquel mundo.

lunes, 18 de noviembre de 2013

Sindyanna de Galilea: regalos comprometidos




“Mañana estreno un jabón hecho en Alepo (Siria) y se me encoge el alma”, escribió en su facebook una joven periodista amiga, que es quien me refrescó la memoria.

En verdad, mi memoria necesita de poco refresco porque raro es el día que no recuerdo a las muchas personas que en Israel trabajan –en dura pelea con el desaliento- por el reconocimiento de los derechos de palestinos y judíos y por mejorar la convivencia entre ambas comunidades.

Una de estas iniciativas es Sindyanna de Galilea. Sindyanna significa roble, árbol que representa cabalmente la fuerza y la resistencia de quienes forman parte de la asociación sin ánimo de lucro. Fundada en 1996, Sindyanna ha ido tejiendo una red de apoyo a los pequeños agricultores y productores palestinos, potenciando sus capacidades, respaldando sus iniciativas. La asociación tiene una visión universal de los problemas y de las soluciones pero con una perspectiva local. Es decir, puesto que quieren un mundo mejor han empezado por asear su entorno más próximo. Y puesto que creen en la igualdad entre los seres humanos respaldan con especial empeño los derechos de las mujeres y su acceso al mercado laboral.

Mujeres son, en su mayoría, quienes elaboran o preparan sus jabones o su magnífico za’atar, una mezcla de especias aromática y sabrosa. Los jabones se elaboran con aceites de olivos palestinos y arcillas del Mar Muerto.

Conviene recordar que el Mar Muerto es un lago endorréico situado entre Israel, Palestina y Jordania. Sus aguas son muy ricas en distintos minerales que dan lugar a un comercio muy activo del que se benefician exclusivamente Jordania, en su vertiente oriental, e Israel en la vertiente occidental. Estos minerales son especialmente apreciados por la industria cosmética de ahí que las grandes firmas internacionales tengan en sus inmediaciones instalaciones extractivas y de transformación que rinden espectaculares beneficios a ellas y a Israel, país que hace las concesiones. La inclusión de sales o minerales del Mar Muerto en la composición de cualquier cosmético no sólo eleva su precio sino que le aporta una pátina de autenticidad y de originalidad.

Los jabones de Sindyanna de Galilea tienen, pues, el aroma y los principios activos del Mar Muerto y la calidad de los productos artesanales. Resultan un lujo en cualquier baño, al tiempo que una llamada de atención diaria: Todos podemos ser útiles si prestamos un poco de atención.

La asociación es también una entidad de comercio justo que distribuye sus productos con la ayuda de otras organizaciones con similar ideología. En España pueden adquirirse a través de Amnistía Internacional en caja de cuatro jabones que incluye una postal de un artista palestino.

Ya se sabe que a quienes vivimos en el mundo desarrollado –especialmente en los países del ámbito cristiano- en Navidad nos acomete simultáneamente un fervorín solidario y un ataque de consumismo que cada cual resuelve como puede.

Los jabones de Sindyanna son una buena opción para las fechas entrañables que se nos avecinan. Son un buen regalo a un precio no excesivo y son un gesto de compromiso con quienes trabajan por un mundo menos injusto. Podría añadir que son una buena opción por sí mismos en cualquier momento del año pero a esa conclusión llegará seguramente quien ahora opte por hacer la prueba. 

viernes, 15 de noviembre de 2013

La verdad de la mentira


 
 No es preciso que me extienda sobre la suciedad de Madrid porque está siendo noticia de primera estos días. Y porque la basura es mucho más profunda y antigua que la que produce la huelga de barrenderos.
Tengo la impresión de que estamos ante una maniobra de distracción y mientras los trabajadores denuncian la explotación de la que son víctimas los medios se entretienen mirando la suciedad callejera. Es sabido que cuando alguien señala la luna, sólo los tontos miran el dedo. Aquí seguiremos mirando el dedo hasta que la luna nos aplaste a todos.
Esta mañana, la plazoleta de mi barrio ha amanecido sucia, un poco más que de costumbre, pero sólo un poco. Papeles, vasos, latas de cerveza y varias litronas. Son los restos del naufragio nocturno. Testigos del botellón cotidiano.  Ese botellón supuestamente prohibido pero alegremente consentido. Por delante de esas alegres farras nocherniegas se pasean los sucesivos coches de la policía –estatal y municipal- sin que en ningún caso se dignen llamar la atención a los bebedores bullangueros y borrachos que cada mañana dejan sembrado de suciedad su trozo de ciudad invadida. Suciedad cuya limpieza luego pagamos todos.
¿Por qué no son sancionados si infringen varias normas? Misterio. Quizá la pasividad gubernativa responde a una táctica que tan buen resultado les da. Algo así como si el gobierno –municipal, autonómico, nacional, el que sea- dijera: yo hago como que no veo que compras bebidas a quien no debe vender, que haces ruido a deshoras, que manchas los espacios públicos y tú haces como que no ves que yo te robo. Y todos contentos.
Como decía, esta mañana la plazoleta estaba un poco más sucia de lo que suele porque, al contrario que otros días, hoy los barrenderos no han recogido la suciedad de los parranderos. Ni siquiera el frío desalienta a los noctámbulos, porque ésta ha sido la primera noche fría, fría de helada, del otoño. A media mañana, sin embargo, la plaza y su entorno lucían impolutos. En cambio, alguien había dejado un sillón blanco junto a la fachada del teatro. Demasiado nuevo para ser abandonado en la acera. Quizá ,el atrezo de alguna nueva obra.  
Pero no, no era un atrezo de interior sino de exterior. Al poco, ha aparecido un grupo de gente joven capitaneados por dos fotógrafos. El termómetro debía rondar los 8º pero la sensación térmica era de más frío porque el viento soplaba con ganas. Los jóvenes se han quedado con ropa de verano, escotada, sin mangas y han tomado el sillón posando de mil maneras. Ni una mala estufa que los protegiera. Ateridos de frío, gesticulaban como si se desperezaran una tarde de verano. A una señal de los fotógrafos se han lanzado a por sus abrigos mientras daban saltitos para entrar en calor. 
Algún día, esas fotos aparecerán en alguna publicación, en un cartel, como muestra de la moda estival, como ejemplo del dinamismo juvenil, como escenario de un Madrid limpio y confortable o cualquier mensaje similar igual de mentiroso. La verdad es que hoy hace un frío pelón, los chicos estaban tiritando y la basura de la ciudad aflora a la superficie.
Parece que por poco tiempo, pues pronto la basura va a ser enterrada de nuevo. Volveremos a la táctica acostumbrada: yo te dejo que te emborraches, tú me dejas que te robe.

lunes, 11 de noviembre de 2013

Silencios



El cierre de laRadio Televisión Valenciana ha destapado una situación que no por sabida deja de ser escandalosa. La prensa está hablando ahora de la situación creada, cada cual según la barrera ideológica desde el que dirige la mirada.
Quienes miran sólo con el ojo derecho aprueban la decisión adoptada por el presidente de la Generalitat Valenciana, Alberto Fabra, y sostienen que los trabajadores defienden sus privilegios. Los que miran únicamente con el ojo izquierdo reclaman el mantenimiento de la cadena cueste lo que cueste y apelan incluso a supuestos derechos constitucionales.
Dejar a más de millar y medio de personas en el paro es una decisión terrible pero utilizar el presupuesto público en beneficio de un grupo debería estar penado en la ley. Y, en todo caso, debería inhabilitar para el ejercicio de la política.
Cuando algún portavoz de izquierda dice que el cierre de RTVV es anticonstitucional seguramente se está pasando de frenada. Cabría añadir, en todo caso, que más anticonstitucional es lo que está ocurriendo en algunas empresas públicas de comunicación sostenidas con el dinero de todos y utilizadas en provecho de unos pocos.   
Los trabajadores, por su parte, defienden sus puestos de trabajo, como es natural. De paso, han empezado a contar las miserias internas de la empresa pública. Todo lo que han callado durante estos años lo cuentan ahora. Sus relatos reflejan una situación de descomposición económica pero también ética.
Vaya por delante que la responsabilidad de lo que haya ocurrido en RTVV, como en cualquier otra empresa, es de los gestores. Más aún en este caso que, sobre despilfarrar el dinero público, se ha tratado de corromper la función principal de un medio de comunicación, que es la de contar la verdad de lo que ocurre.
Pero la responsabilidad de lo que se cuenta, de lo que se dice, de lo que se escribe es de quien lo cuenta, lo dice, lo escribe. De quien lo firma. A nadie se le puede obligar a ser héroe pero sí a ser honesto. Los periodistas son trabajadores como en cualquier otro negocio pero tienen una responsabilidad añadida: la de ser respetuosos con la verdad.
Las empresas periodísticas tienen los compromisos que tienen, el primero, el de obtener beneficios. Y, en ocasiones, el de compensar o procurarse favores. Nada de eso tiene que ver con la tarea de un periodista. Es verdad que el director o el redactor jefe pueden decidir la orientación o el sesgo de una información pero no es menos verdad que un profesional puede –y creo que debe- negarse a firmar lo que no quiere decir, sobre todo si no es verdad.
La prensa está en crisis por muchas razones. La diversidad de plataformas, la gratuidad de contenidos, la falta de publicidad son algunos de esos factores pero el principal, el único que puede darle la puntilla, es la falta de credibilidad del periodismo. Y la credibilidad se pierde cuando se mantiene silencio debiendo hablar –como ocurrió tantas veces en la televisión valenciana y en otras televisiones- o cuando se habla debiendo estar callado. El espectáculo de algunas tertulias en la que supuestos expertos disertan desde la más absoluta ignorancia explica por sí mismo la razón de que el periodista sea tan poco respetado. Para no hablar de los mal llamados programas del corazón que en verdad apelan a los más bajos instintos y son un ejemplo de despilfarro absoluto. El primero de los cuales, Tómbola, justamente nació en la misma televisión valenciana.
En toda esta historia hay dos entidades que han guardado silencio: las asociaciones de la prensa y los sindicatos. Unas y otros deberían haber velado por los trabajadores, deberían haberlos protegido frente a los abusos de quienes mandaban en cada momento, de quienes ordenaban decir lo que les convenía a ellos y no lo que ocurría realmente, deberían haberse enfrentado al poder. Porque era a ellos a quienes les correspondía hacerlo. Si la asociación de la prensa no sirve para proteger a los periodistas en el ejercicio de su profesión y si los sindicatos no valen para proteger a los trabajadores en el desempeño de su tarea, ¿para qué valen?

martes, 5 de noviembre de 2013

Cada millón, un parado



 
Una de las cosas que más sorprende a quienes observan a la sociedad española desde fuera es su aparente indiferencia ante la corrupción. Que el presidente de la Comunidad Valenciana obtuviera mayoría absoluta después de haberse conocido sus miserias de guardarropa sólo es comprensible en una sociedad muy corrompida.
Nadie puede entender que la ciudadanía acepte pagar las corruptelas de quien se presenta para gestionar lo público, lo común. Sin embargo, hay muestras más que suficientes que corroboran este apoyo. Sólo como ejemplo, valga el aeropuerto de Castellón, dedicado a acoger el monumento al prócer Carlos Fabra. 
Como ahora nos gobierna un partido conservador que actúa sin complejos –sólo le falta salir a la televisión y decirnos: Sí, me lo he llevado crudo, ¿pasa algo?- tendemos a creer que esta actitud es propia de la derechona caciquil de siempre pero no, la corrupción es una tendencia transversal que afecta a todos los partidos y a la sociedad entera. Sólo se diferencia en la cuantía del beneficio y ello tiene más que ver con las oportunidades que con la mesura.
Estos días ha aparecido en la televisión el caso infrecuente de una concejala mileurista que rechazó una oferta millonaria y votó contra el proyecto corrupto. Pues bien, el alcalde que promovía ese proyecto era de IU. No es cosa de recordar ahora las miserias de CiU y los varios casos que tiene en estos momentos abiertos en los tribunales. O los ERE’s de Andalucía. Y el paradigmático caso Gürtel.
Todos ellos tienen un nexo común: gente que se lleva dinero de acuerdo con el principio de tú ponme donde haya, que de coger ya me encargo yo. Si el dinero es del erario significa que previamente el Estado lo ha obtenido de los contribuyentes, de quienes pagamos los impuestos. Si procede de particulares o empresas privadas, ese dinero que se dedica a engordar al cerdo corrompido encarecerá el producto final.
Este extremo parece que es pasado por alto a la hora de enjuiciar la corrupción. Parecería que la corrupción no tuviera consecuencias, pero las tiene. El dinero malversado no podrá aplicarse a la sanidad, a la enseñanza o a la dependencia. La vivienda que tiene hipotecada a la mitad de la generación de los 40 años y angustiada a la otra mitad, alcanzó unos precios siderales, entre otras razones, porque el suelo se pagó carísimo para compensar los sobornos a concejales o a cargos públicos para su fraudulenta –o no- recalificación.
Los responsables –sin ánimo de ofender- del Partido Popular se están poniendo de perfil en el espinoso asunto de la financiación irregular de su partido. Como si ese dinero lloviera del cielo. Pero no, el dinero llega por la vía del soborno o de lacaridad de empresarios que pretenden garantizarse un contrato público y que cargarán en su presupuesto el dinero adelantado al partido de turno, sean carreteras, edificios o servicios.
Al parecer, en estos años de prosperidad para algunos privilegiados los millones han corrido de mano en mano como las chuches en cumpleaños infantil (con permiso de la ministra Mato). Y se diría que a muy pocos les importa. O que no les importa lo suficiente como para pedir una explicación a los responsables y obligar a devolver el dinero a los perceptores corruptos.
Convendría que esos indiferentes fueran haciendo cuentas. Con la simple cuenta de la vieja.  Pongamos un salario medio de 2.000 euros y un periodo de cotización de 35 años a razón de 14 mensualidades, tendremos un coste final de 980.000 euros, redondeando, un millón. Pues bien, cada millón desviado a la corrupción es un puesto de trabajo que se destruye definitivamente, que no se creará nunca; un parado de por vida que añadimos a la lista. Un parado que no encontrará trabajo jamás porque alguien se ha gastado el dinero de su nómina en otra cosa. Un parado que puede ser la hija, el hermano, el padre o esa misma persona que cuando ve cómo se reparten el pastel entre unos pocos listos cree que la cosa no va con ella.