miércoles, 2 de julio de 2014

El monasterio de Villamayor de los Montes: Un oasis en la meseta


 La meseta castellana es una tierra dura, enfrentada siempre a los elementos, un calor abrasador en verano, un frío glacial en invierno, lluvias escasas o a destiempo para las necesidades del campo. Con un cielo azul tan alto que parece infinito, de tanto mirarlo los campesinos, en afirmación de Miguel Delibes. Esta tierra, atravesada por el río Duero y zurcida con algunos de sus afluentes, por la que aún se pasea la sombra de Caín, según advirtió don Antonio Machado, ofrece pequeños oasis de paz. Uno de ellos, en un pueblo pulcro próximo a Lerma, de nombre casi más largo que su caserío: Villamayor de los Montes.

Entre los siglos XI y XII existió aquí un monasterio de monjes dedicado a San Vicente, convento que fue adquirido en 1224 por García González, que era mayordomo real y estaba casado con doña Mayor Arias.  

El noble amplió la vieja edificación, construyó el nuevo convento y trajo de Santa María de las Huelgas un grupo de monjas con las que se constituyó una nueva comunidad cisterciense, con autonomía jurídica y patrimonial merced a los bienes que donó el fundador y a otros privilegios reales. Pretendían los fundadores ser enterrados en su convento y garantizarse las plegarias de las religiosas. Doña María quería además hace abadesa a su hermana, Marina Arias, monja en Las Huelgas, como así se hizo. La comunidad se asentó en el nuevo monasterio en 1228, bajo la advocación de Santa María la Real. Y ahí permanecen actualmente quince religiosas, la mayoría de ellas de edad avanzada, excepto la savia nueva de dos aspirantes llegadas de Burundi, en el África profunda.

El exterior del convento es una construcción de líneas sobrias, acordes con el ascetismo de la Orden que la habita. Franquean la portada dos escudos que explican la historia y las vicisitudes del monasterio. El primero, habla de su fundación, en 1228. El segundo, de su salvación, en 1964. Traspasada la puerta principal, hay que llamar a un segundo timbre. Una monja mayor informa sobre la visita, proporciona las entradas (1,50 euros por persona) y se encarga de llamar a la guía, la hermana Presentación, una monja carismática y locuaz, que merecería por sí sola una visita. Tras medio siglo en el convento –entró la víspera de San José de 1964- y, aunque la orden es de clausura, conoce lo suficiente del mundo para saber que la suya fue una decisión acertada. Sus explicaciones contribuyen a hacer más agradable una visita que ya es grata por sí misma. La comunidad se comunica con el mundo a través de una página web

El interior del monasterio esconde un claustro románico que desprende una sensación de armonía total. Su estructura, de una sola planta, se corresponde al románico tardío cisterciense del norte de Castilla, y recuerda al de las Claustrillas de Huelgas. A pesar de las penurias que ha vivido el convento, el claustro se conserva en un excelente estado. De planta rectangular, con lados de 18 y 20 arcos de medio punto que se apoyan en dobles columnas, no muy altas pero muy esbeltas, con capiteles muy sencillos de ornamentación vegetal con abundancia de crochets. Las esquinas se apoyan en una columna central rodeada de cuatro más delgadas.

Llama la atención el suelo de las galerías, que data del siglo XVI o XVII, empedrado de guijarros conforman filigranas, con figuras de animales y humanas y el escudo del monasterio.

El claustro comunica con el coro de la iglesia a través de la Puerta de las Monjas, de finales del siglo XIII, con capiteles vegetales de hermosa factura. El coro es el lugar donde la comunidad celebra sus oraciones y oficios diarios. De su antiguo esplendor, seguramente restos de un retablo desaparecido, conserva un calvario, un sagrario, un Padre Eterno románico y una talla gótica de Santa María la Real que da nombre al monasterio.

La iglesia es una fábrica gótica, con bóvedas de crucería y esbeltas columnas, capiteles sencillos de ornamentación vegetal, en la que probablemente trabajaron los mismos constructores franceses de las Huelgas. El recinto, en efecto, aunque de menores dimensiones, recuerda al de la casa madre.     

Ni la intención de los fundadores ni la protección real lograron salvar al monasterio de la decadencia y a mediados del siglo XX su situación era de práctica ruina. La providencia tomó entonces el nombre de Patricio Echevarría, un industrial de Legazpia creador de la firma Bellota, hombre piadoso y generoso, que ayudó a la restauración total del convento. En su memoria luce el escudo de la familia Echevarría Aguirre.

Nueve siglos después de su fundación, la comunidad se declara en fase de “restauración”. Las monjas se ayudan con la venta de dulces y bordados elaborados por ellas mismas, vinos y libros.

Adosada a la fábrica del monasterio se levanta la iglesia parroquial del pueblo. Desde el otero en el que se asienta se divisa el pequeño cementerio y varios palomares. Es una imagen de la Castilla rural que tanto complaciera a la Generación del 98, aquí pulcra y muy cuidada, los páramos de asceta que describió Machado. Cierto es que no fue por estos campos el bíblico jardín pero, pensando en la hermana Presentación y sus compañeras de comunidad, no parece que este sea el lugar por donde se pasee errante la sombra de Caín.

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