lunes, 28 de julio de 2014

Guimaraes, cuna de Portugal


Enfilamos el camino a Guimaraes por la misma autovía que el día anterior nos condujo a Chaves, admirados aún por el encanto flaviense y por el magnífico trazado viario que ha transformado totalmente las comunicaciones de Portugal. ¿Quién dijo que el país era el hermano pobre de la península ibérica?
En Guimaraes se distinguen fácilmente los distintos estratos históricos: el castillo fundacional en lo alto, la ciudad medieval en la ladera y la ciudad moderna en el ensanche del valle. La ciudad corresponde al distrito de Braga, a la subregión del Ave y a la región del Norte. El núcleo urbano tiene una población de unos 50.000 habitantes, y unos 160.000 el municipio, con sus 69 freguesias. 
Se atribuye su fundación a Vimara Pérez, vasallo del rey Alfonso III, impulsor de la repoblación de su reino, de quien tomaría el nombre original de Vimaraes y de donde procede el gentilicio más común de vimaranenses de sus habitantes (más raramente, guimaranenses). Pero fue la condesa Muniadona Díaz, viuda de Hermenegildo Mendes (o González), quien le dio vidilla al entonces villorrio, al construir un monasterio en un terreno de su propiedad. Conviene recordar que los monasterios eran en la época una especie de polo de desarrollo pues requerían de trabajadores que a su vez fijaban la población del entorno. El monasterio se convirtió luego en colegiata, un escalón por encima en el nivel vip de aquellos siglos. También los nobles y monarcas le cogieron gusto al lugar porque colmaron de privilegios al convento y el camino que unía los dos polos de atracción, el castillo y el monasterio, la Rua de Santa María, devino en la “Main Street” del poblado. Aún ahora, la rúa merece un paseo. El conde don Henrique concedió a la ciudad el primer fuero nacional, se cree que en 1096. 
Los viajeros empezamos el reconocimiento de Guimaraes siguiendo el ejemplo de los repobladores: de arriba abajo. El castillo es una mole imponente que parece brotar del puro risco: una insurgencia pétrea. La torre del Homenaje data del siglo X y tiene una altura de 28 metros, a la que rodean siete torres cuadradas, levantadas en el siglo XV. En el interior encontramos un cetrero y varios alcones, en plan ambientación interactiva. En un lienzo de la muralla, una placa recuerda las vinculaciones lingüísticas luso galaicas, con frases de Pessoa y Castelao.
A un tiro de piedra del castillo se levanta una pequeña iglesia románica dedicada a San Miguel, del siglo XII. En su interior se conserva una pila bautismal en la que, según la tradición, fue bautizado Alfonso Henríquez, primer rey portugués.
 
Cerca de la iglesia y del castillo se encuentra el palacio de los Duques de Braganza, construido por el primer duque en el siglo XVI. La construcción, con sus 39 chimeneas, evoca la imagen de los palacios centroeuropeos. Fue rehabilitado en la etapa salazarista como residencia presidencial y actualmente guarda tapices, alfombras y mobiliario portugués; puede ser visitado. 
 
Los viajeros descienden al centro histórico por el camino que dejó trazado doña Muniadona: la Rua de Santa María, una vía plagada de pequeñas y exquisitas tiendas, flanqueada de hermosos edificios, entre los que destaca el antiguo convento de Santa Clara, que es el actual ayuntamiento, y que desemboca en la Plaza de Santiago y el Largo de Oliveira. La Plaza de Santiago es un espacio irregular, amplio y colorista, bordeada de casas antiguas, con balconadas de madera. La Plaza de Santiago comunica con el Largo de Oliveira por unos arcos que forman parte de una vieja casona de piedra, del siglo XVI, otrora Palacio del Concejo.
Es atravesar esos arcos y sentir que entras en un tiempo distinto. El Largo de Oliveira toma el nombre de la iglesia que se levanta a un costado, sobre el monasterio fundado por la condesa Muniadona. Fue el rey Juan I quien  mandó edificar la iglesia en el siglo XIV, en agradecimiento a la Virgen por su protección en la batalla de Aljubarrota, ganada por los lusos frente a las tropas de Castilla. Los viajeros pasan por alto la parcialidad de la Virgen y se dedican a admirar la torre cuadrada, de tres niveles, construida en el siglo XVI.
Frente a la iglesia de Nuestra Señora de Oliveira llama la atención un edículo gótico, que llaman el Padrao del Salado. Data del siglo XIV y conmemora la Batalla del Salado donde las tropas cristianas de los reinos de Castilla, Aragón y Portugal derrotaron a los benimerines de la zona musulmana. El crucero fue donado por un comerciante local.
Los viajeros se sientan a disfrutar tranquilamente de tanta hermosura en uno de los cafés de la plazoleta sin percatarse de que un equipo de televisión está rodando en la mesa de al lado. El ruido que hacemos con las sillas obliga a interrumpir la grabación. Pedimos disculpas pero el protagonista del rodaje nos responde con suma amabilidad. La culpa es mía por invadir su espacio, nos dice. Lo nunca visto en materia de cortesía. Luego observaremos varias interrupciones más sin que nadie del equipo pierda la sonrisa. La viajera tiene la sospecha de que los españoles hemos perdido mucho más de lo que creíamos con la secesión del reino portugués.
Nada en Guimaraes es grandioso o espectacular pero el conjunto está tan bien cuidado –quizá porque en 2012 fue Ciudad Europea de la Cultura- que resulta sumamente placentero callejear por su centro histórico, que no en balde es Patrimonio Cultural de la Humanidad desde 2001.
En ese deambular callejero llegarán los viajeros a un vértice de avenidas: a la izquierda, la de Alberto Sampaio –artista que da nombre a uno de los museos de la ciudad- de frente, el Largo de la República de Brasil, un bulevar ajardinado que permite admirar la iglesia de San Gualter, con una fachada abombada neobarroca del siglo XVIII y unas esbeltas torres del XIX, y a la derecha, la Alameda de San Dámaso que conduce suavemente a la ciudad moderna.    
La condesa Muniadona sigue siendo recordada en Guimaraes, no sólo porque lleva su nombre una de las plazas principales, en la que se alza su efigie, sino, más popularmente, porque son bastantes los bares y lugares públicos bautizados en su memoria.
Cerca de la iglesia de San Gualter puede tomarse un teleférico que dejará a los viajeros en el santuario de la Peña, un alto desde el que se divisa la ciudad que se reclama la cuna de la nación portuguesa.  
Los viajeros se alejan de Guimaraes con el deseo de volver para permanecer más tiempo, con el recuerdo de doña Muniadona y, en alguna medida, hechizados por la hermosura de su ciudad.

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