sábado, 2 de agosto de 2014

Braga, la rezadora

La viajera ha oído varias veces en boca de portugueses ese aserto según el cual mientras Coímbra estudia, Lisboa se divierte, Oporto trabaja y Braga reza. Por si hubiera dudas, respecto a la inclinación religiosa de la ciudad, en Guimaraes ha visto un eslogan sobre “la católica Braga” en los autobuses urbanos. O sea, que llega advertida.

Braga es la tercera ciudad más poblada de Portugal, tras Lisboa y Oporto. Unos 180.000 habitantes residen en la capital del distrito del mismo nombre y hasta 800.000 en el área metropolitana.
La ciudad fue fundada por los romanos en el siglo II antes de la era cristiana, con el nombre de Bracara Augusta, que acabaría convertida en capital de la provincia romana de Gallaecia. Después de los romanos pasaron por aquí los suevos, los visigodos y los árabes hasta la reconquista por Alfonso I de Asturias. En el reparto que Alfonso III el Magno hace entre sus hijos, a Ordoño le cae el reino de Galicia y fija su capital en Braga pero con la muerte de su hermano García, Ordoño herederá el reino de León, que se anexiona Galicia y Braga pierde la capitalidad. Cuando en 1139 Alfonso Henriquez obtiene la independencia de Portugal Braga se desvincula definitivamente de España.
La archidiócesis bracarense fue fundada en el siglo III con jurisdicción sobre todos los obispados de la Gallaecia. Aquí se celebraron varios concilios, entre ellos el que en el 563 condenaba el priscilianismo. Quiere la tradición que fue el obispo San Martín de Braga quien en el siglo VI convirtió al cristianismo a la tribu local de los suevos y, para evitar los nombres paganos de los días de la semana, introdujo la costumbre, aún vigente, de designarlos con el orden numérico tras el domingo, lunes es segunda-feira, martes, tercera-feira y así sucesivamente.   
Tras el paréntesis de la dominación musulmana resurge la archidiócesis en el 1070, disputándose la preeminencia con el clero compostelano. La catedral primitiva fue destruida por el terremoto de 1135. La actual es el principal monumento de la ciudad y está bajo la advocación de Santa María. Conserva una magnífica portada románica oculta tras un pórtico gótico del siglo XV; en realidad la catedral es una superposición de estilos, a pesar de lo cual mantiene una cierta concordancia. En la construcción intervino Joao de Castillo, uno de los arquitectos del monasterio de los Jerónimos de Lisboa. A los viajeros les gusta el airoso remate de las torres.
En el interior de la catedral no se pueden hacer fotos, hábito que se va extendiendo por todo el orbe católico, con mejor cumplimiento que alguna de sus encíclicas. En la bimilenaria seo bracarense varios individuos se encargan de que nadie caiga en la tentación. Naturalmente, la viajera se gana una bronca cuando intenta el primer disparo. Creo que no hemos entrado con buen pie en la ciudad porque, aparte de lo que nos ha costado encontrar un lugar para aparcar, sólo se autoriza una hora de aparcamiento al cabo de la cual hay que renovar el tique, lo que nos obligará a andar yendo y viniendo para evitar la actuación de la grúa que pasa amenazadora. 
Pelillos a la mar, tras la visita a la catedral, iniciamos el paseo por la Puerta Nueva, abierta en la muralla en 1512, si bien el arco actual data del siglo XVIII. Seguimos el paseo por la Rua do Souto, la principal arteria turístico-comercial, en dirección a la Plaza de la República. En la calle se abre una plazoleta que llaman Largo de Palacio. Este palacio fue sede de la República Bracarense, abolida por la primera reina de Portugal en 1790. Destaca en el centro una artística y airosa fuente.
 
La Plaza de la República es una especie de enorme embudo, cuya parte más estrecha está ajardinada, y que se cierra con un airoso edificio conocido como Arcada. Este punto debe ser el lugar de reunión de naturales y visitantes; en esta ocasión se encuentra ocupada por diversos espacios comerciales y puestos de venta de libros, lo que impide contemplar la perspectiva urbanística e incluso dar un paseo por la plaza.  
Braga es rica en patrimonio artístico si bien, de los treinta puntos de interés que señala el folleto que proporciona su oficina de turismo, dieciocho tienen carácter religioso, la mayoría barrocos. Tiene también una decena de museos y, según asegura la información local, es considerada uno de los centros culturales más importantes de Portugal. Así será.  
Los viajeros han llegado a Braga con la intención de contemplar cuanto de bello ofrezca la ciudad pero muy especialmente, la catedral y la escalera del Buen Jesús así que comen apresuradamente para evitar la actuación de la grúa y salen sin más hacia el monasterio, que se encuentra a cinco kilómetros de la ciudad.  
La escalera escondida
A pesar de que Braga es una ciudad con tirón turístico, las indicaciones no son su fuerte. O los viajeros son de fácil pérdida, que también puede ser. El caso es que, después de preguntar varias veces y ser amablemente dirigidos, llegan a una explanada que en nada se parece a lo esperado en el Buen Jesús.
A la viajera le da mala espina una enorme efigie del papa Juan Pablo II –que no es santo de su devoción- que preside una plazoleta desde la que parte lo que parece una escalera casi infinita. No sé yo si éste andoba puede llevarnos a algún sitio de provecho, comenta al colega, señalando a la hiperrealista escultura papal. El colega, hombre ponderado por naturaleza, reprocha a la viajera su inquina anticlerical y le echa una charla, que dura aproximadamente hasta la mitad de la escalinata, acerca de la historia de las iglesias, que la viajera se conoce al dedillo. Es posible que yo sea más anticlerical que Santiago Carrillo, admito, y que Juan Pablo II –que en paz descanse, me permito añadir- no tenga nada que ver pero estoy segura de que el Buen Jesús no tiene cúpula redonda y lo que está allá arriba, sí, aclaro. El colega comprueba que, en efecto, el templo que aparece en lo alto luce una hermosa y blanca cúpula que, según comprueba en la guía, no tiene el famoso Buen Jesús pero, ya puestos, propone culminar la escalinata. La viajera sopesa pros y contras y opta por callarse y seguir al colega.
En efecto, en algún punto del camino nos hemos desviado y hemos acabado en el santuario de Sameiro, visitado por el susodicho papa en 1980, en cuyo recuerdo se erigió tamaña estatua dos años después. Parece que el templo es lugar muy frecuentado por los bracarenses, que tienen abundancia donde elegir en esta materia. Desde arriba se contempla el ensanche moderno de la ciudad. Me permito bromear con el colega para que pose “con Braga a los pies” pero él ha iniciado el descenso y ni se vuelve.
Desandamos el camino hasta encontrar el Buen Jesús, con un calor de justicia que no creíamos encontrar en estos lares. Cientos de bracarenses y no pocos foráneos han elegido el mismo destino y se disputan –nos disputamos- la escasa sombra de la primera hora de la tarde. Cuando llegamos al monasterio lo encontramos cubierto por una malla, pues están realizando obras de restauración. A los viajeros este detalle no les importa demasiado pues el valor artístico de la iglesia es escaso; les importa más comprobar que se hallan en el punto superior de la famosa escalinata barroca mandada construir por el arzobispo de Braga en 1722 y finalizada en el siglo XIX, cuando buscaban el efecto arquitectónico de abajo a arriba. 
Inasequibles al desaliento, toman el funicular que une el final de la escalinata con la base –mil peldaños en total- a la búsqueda de la imagen deseada. El trayecto es breve pero no quiero ni pensar en lo que debe ser hacerlo por la escalera tramo tras tramo. “Los verdaderos peregrinos”, informa la guía que llevamos, “suben la escalera de rodillas, pero la mayor parte de la gente asciende a pie o en antiguo funicular”. Con lo que se demuestra, una vez más, que hay gente para todo.
A la viajera aún le tiemblan las piernas de la escalinata anterior cuando el funicular les deja en la parte inferior. Preguntamos de nuevo por la escalera barroca y nos indican en aquella dirección. Hacia allí nos dirigimos pero lo único que encontramos es una hermosa floresta por la que pasea gente con aspecto relajado. Los dioses confunden a quienes quieren perder, le digo al colega, quien debe andar igual de cansado que la viajera porque se da la vuelta y enfila de nuevo al funicular.
Aún haremos un nuevo intento, ya con el coche, para encontrar la escalera, igualmente infructuoso. El colega, de mejor humor, culpa a la viajera. Esta es una ciudad religiosa y se han percatado de que no eres de los suyos, dice. En vista de lo cual, los viajeros abandonan Braga a punto de ebullición y totalmente agotados, pensando que habrá que dar una nueva oportunidad a la ciudad. Pero no necesariamente pronto. 

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