lunes, 11 de agosto de 2014

Oporto, donde el Duero se hace mar



La orilla norte del Duero en Oporto es un barrio antiguo y colorista dedicado hoy al turismo: la Ribeira. Raro será que entre sus restaurantes el viajero no encuentre uno de su gusto. Una advertencia deberá tener en cuenta: los menús lusos son un punto excesivos, puede probar a compartir, pedir medias raciones o tapas.
Después de una buena comida, nada mejor que un paseo por la ribera hasta el puente Luis I, uno de los que comunican ambas orillas. Este puente vino a sustituir al primitivo, el Pênsil. Restos de éste son los dos obeliscos que permanecen junto a la estructura de hierro del nuevo puente. Enfrente de este punto se abre una escalera que termina en la explanada de la catedral; cerca está también el acceso al funicular que va reptando por la montaña hasta las inmediaciones de Batalha. Quien lo diseñó sabía bien lo que son escaleras.
 
El puente Luis I es el más fotografiado de los seis que se asientan en Oporto. Fue proyectado por el ingeniero Teófilo Seyrig, que ya había proyectado el de María Pía, aguas arriba, construido por la empresa de Eiffel, el de la famosa torre parisina. El de Luis I tiene la particularidad de sus dos tableros o niveles. Actualmente, el tablero superior está reservado al tráfico de la línea amarilla del metro y el inferior al tráfico rodado. Ambos tienen aceras peatonales.
El tablero inferior deja a los viajeros en la orilla sur del río que, en puridad, es un municipio distinto a Oporto: el de Vila Nova de Gaia, donde están las bodegas que elaboran el oro líquido de la zona, el famoso vino de Oporto. Las bodegas pueden ser visitadas y, algunas ofrecen además actividades culturales complementarias, el viajero tendrá propuestas suficientes para elegir. Otra sugerencia es la de sentarse en cualquiera de las muchas tabernas que orlan la ribera y saborear un oporto en cualquiera de sus variedades mientras contempla el perfil urbano de la ciudad desde la orilla izquierda. Los viajeros eligieron la Taberninha do Manel y salieron muy contentos.
Pero si lo que el viajero desea es una inmersión en la esencia portuense, en ambas orillas se le ofrece la ocasión de hacer un mini crucero por el río hasta las inmediaciones de su desembocadura. Podrá así contemplar sus puentes, desde el de Freixo, el más oriental, con una longitud de tres kilómetros y una anchura de 150 metros, al de Arrábida, el más moderno y occidental de los existentes. Se construyó en 1963 y entonces era el de mayor arco de hormigón del mundo. Tiene 615 metros de largo y 27 de ancho. La travesía se hace en embarcaciones de recreo y en viejas barcazas rabelas dedicadas hasta los años 60 al transporte de toneles de vino desde Gaia al valle del Duero, algunas de las cuales se hallan atracadas en las orillas para deleite de fotógrafos y de simples mirones.
Los viajeros se dirigen a la Foz del Duero con el recuerdo aún vivo del espectáculo invernal que les ofreció el Atlántico, que por aquí se manifiesta sin contemplaciones. Nada que ver con la imagen que hoy nos ofrece: el Duero se abandona en brazos de la mar océana que lo recibe amigablemente. En lo que llaman la Foz, la Villa Vieja de Oporto, se ha levantado en los últimos años una nueva población que coexiste con las viejas piedras del Fuerte de San Juan, los antiguos edificios de vacaciones y enormes paseos con frondosa vegetación, que en verano están muy frecuentados. Bordean la ribera un sinfín de establecimientos en los que tomarse un respiro o un refresco. Los viajeros llegaron a tiempo de ver caer el sol tras el horizonte, en uno de esos ocasos maravillosos que el astro rey reparte a discreción, mientras daban cuenta de una pequeña cosecha del mar. Coincidieron en que más no se puede pedir y se dieron por compensados de la visita invernal. 
Entre el centro histórico y la Foz Oporto ha trazado una ciudad moderna con largas avenidas como la de Boavista. Dos edificios simbolizan este ensanche de la ciudad: el Museo de Arte Moderno de la Fundación Serralves, diseñado por Álvaro Siza, interesante por su contenido y por su continente y rodeado de un amplio y muy hermoso parque; y la Casa de la Música, construida con ocasión de la capitalidad europea de 2001, según un proyecto del arquitecto holandés Rem Koolhaas. El metro deja a los viajeros casi en la puerta. Ambas merecen una visita sosegada. 
Frente a la Casa de la Música, en el parque de Alburquerque, se levanta una columna de 45 metros coronada por un león vencedor del águila, en cuya base se perpetúan en piedra escenas de la Guerra Peninsular. El monumento evoca la victoria de las tropas anglo lusas frente al ejército francés de Napoleón.   
Muchos más son los puntos de interés que el viajero encontrará en su visita a Oporto, muchos los lugares que visitar pero esos itinerarios personales son los que hacen cada viaje único e intransferible. No obstante, la viajera se permite sugerir un paseo nocturno entre una y otra orilla del Duero sobre el tablero superior del puente Luis I, itinerario vigilado por personal de Prosegur, sea por razones de protección personal o para evitar tentaciones desesperadas. La imagen que Oporto reflejado en las aguas del río es un regalo para el ánimo.
Cerca de la plaza de Batalha, frente al acceso al funicular, se levanta un pequeño oratorio: la Capilla de los Alfalates (sastres). Suele permanecer cerrado pero, en su deambular por la ciudad, los viajeros hallaron la puerta abierta y se colaron. Supieron entonces que la capilla original se levantaba frente a la catedral pero en 1935 fue demolida para abrir la actual explanada de la seo y reedificada en su emplazamiento actual –al otro lado de la calle de Saraiva de Carvalho-. Preside el retablo manierista una imagen de la Virgen y a un costado, una urna de cristal muestra la talla en madera de una mano. Curiosos, los viajeros preguntaron a la persona que atendía el oratorio, quien explicó que, cuando el traslado, descubrieron que la imagen había perdido una mano y el restaurador talló una nueva procurando que la incorporación no desentonara del conjunto. Tiempo después, apareció la extremidad perdida y, por tratarse de la original, la conservaron porque nunca se sabe qué puede deparar el futuro. De donde nos hemos encontrado con una Virgen de tres manos, lo que no está mal teniendo en cuenta que es patrona de los sastres, concluyó con humor.   
Los viajeros abandonan con pesar Oporto, de donde tan buenos recuerdos se llevan, y se regalan un paseo en el tranvía que cada media hora sale frente a la Capilla de los Sastres, llega hasta la Torre de los Clérigos y vuelve al punto de partida. Lo conduce una mujer que hace gala de una santa paciencia cuando a mitad de trayecto encuentra la vía ocupada por un coche de gama alta. La conductora para el tranvía sin que ninguno de los ocupantes haga comentario alguno, ni bueno ni malo. Transcurren los minutos hasta que hace sonar la  campana; de un comercio próximo sale una pareja de edad media sin ninguna prisa, se mete en el coche y con toda parsimonia lo aparcan en la acera de enfrente. En el tranvía, ni una mala palabra. Los viajeros valoran en mucho la serenidad lusa.
De vuelta de su paseo en tranvía, los viajeros acuden a despedirse de la ciudad en el Café Java, junto al Teatro Nacional de San Joâo, en la misma plaza de Batalha. El Java ha cumplido en 2014 un siglo de existencia y, aunque no tiene la fama del Majestic ni su elegancia, en la primera mitad del siglo pasado fue sede de tertulias literarias y políticas y, en su decadencia, conserva un aire de cafetín culto. La viajera anota en su haber que aquí fue donde degustó la famosa francesinha. Quien la probó sabe que eso no es algo baladí.

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