jueves, 29 de enero de 2015

Fuente del Lozoya, una Trevi de secano

Hablando de Bravo Murillo mencionaba como de pasada su iniciativa de construir un sistema que garantizara el suministro de agua a la ciudad de Madrid, iniciativa que se plasmó en la construcción de una canalización de más de 70 kilómetros por la que el agua del río Lozoya llegaba a la capital de España: el Canal de Isabel II.
A decir verdad, Madrid no tenía trazas de capital porque toda ciudad que se precie se asienta junto a un río con aguas caudalosas –o al menos con aguas- que garantice el suministro a su población. De hecho, estuvo en un tris de quedarse en poblachón manchego para los restos porque en el momento en que se decidían estas cosas, tanto Felipe II –que había nacido en Valladolid- como Felipe III prefirieron la ciudad castellana que, aparte de otros méritos, tiene el Pisuerga.  
Es el caso que desde 1561 la villa de Madrid acogió la Corte de manera provisional y desde 1606 de manera definitiva, convirtiéndose así en la capital del Reino. Y la villa fue creciendo sin que el Manzanares –ese aprendiz de río- aumentara su caudal. La carencia del afluente se suplía con la abundancia de aguas subterráneas, que se canalizaban mediante los llamados “viajes de agua”, a través de cinco fuentes –Abroñigal Alto y Bajo, Alcubilla, Amaniel y Castellana- de las que se surtía la población. Ni que decir tiene que palacios y conventos solían disponer de su propia fontana.
En 1850 Madrid rozaba el cuarto de millón de habitantes y el suministro de agua se había convertido en un problema –sólo se disponía de 10 litros por habitante y día- hasta el punto de poner en riesgo la capitalidad. “Madrid, residencia de los Reyes y de los altos poderes públicos, patria común de los españoles, ve amenazada su existencia por la escasez de agua”, reza el Real Decreto de 18 de junio de 1851 por el que se crea la canalización.
De los ríos más próximos a la capital: Manzanares, Jarama, Guadalix y Lozoya, se optó por este último como proveedor. Las obras se presupuestaron en ochenta millones de reales de vellón, que era una cifra astronómica para la época. Para obtener financiación se abrió una suscripción popular que encabezó la reina –verdadera impulsora del proyecto- con cuatro millones de reales. Los nobles apoquinaron también y el Ministerio de Hacienda concedió al Ayuntamiento de la Villa un crédito de dos millones de reales de vellón. Como no se cubría la totalidad del presupuesto el Tesoro se hizo cargo del resto.
Se iniciaron las obras bajo la presidencia de Bravo Murillo. Se puso la primera piedra del Pontón de la Oliva, el 11 de agosto de 1851, con asistencia del consorte real, don Francisco de Asís. José García Otero, ingeniero militar y arquitecto, dirigió las obras en la primera fase, Lucio del Valle, Juan de Ribera, Eugenio Barrón y Constantino Ardanaz completaron el equipo director. Los directivos –arquitectos, ingenieros- y las oficinas de administración y pagaduría ocuparon el palacio de Arteaga y el antiguo convento de Valverde en Torrelaguna. La comunicación con la capital se realizaba mediante palomas mensajeras.
Trabajaron en las obras 1.500 presos y 200 jornaleros libres y en un primer momento se utilizaron las herramientas que habían quedado del Teatro Real, recién terminado. Desde la presa del Pontón de la Oliva, donde se captaba el agua, hasta el depósito del Campo de Guardias, en la actual calle de Bravo Murillo, la canalización debía recorrer setenta kilómetros mediante acueductos, sifones, túneles y obras diversas. La empresa estuvo llena de dificultades de toda índole. Filtraciones, lluvias torrenciales y una epidemia cólera que diezmó a la población y obligó a suspender las obras.
Los madrileños, suspicaces de suyo, se tomaron el proyecto a chacota. Pérez Galdós hace decir a un personaje de Narváez, uno de los Episodios Nacionales de Pérez Galdós, que el proyecto es un “cuento de hadas”.  Pero el 24 de junio de 1858 la reina Isabel II, su marido y su hijo, que habría de reinar como Alfonso XII, presidieron la solemne inauguración de la traída de aguas con la inauguración de una fuente en la Ancha de San Bernardo (frente a la iglesia de Montserrat). Cuando la reina activó el mecanismo el chorro de agua de la fuente alcanzó una altura de 30 metros.  
Para conmemorar la hazaña tecnológica y celebrar la abundancia de agua, aquel mismo año se inauguró una fuente monumental en honor del río Lozoya. Se encomendó la tarea a Sabino de Medina, que a la sazón era Escultor de la Villa. El artista diseñó una fuente adosada al muro del primer depósito de agua del Canal. Se estructura en tres cuerpos separados por cuatro pilastras corintias pareadas. Sobre fábrica de ladrillo ocupa el cuerpo central una hornacina de cuarto de esfera en la que se alza una escultura alegórica del río, representado aquí como un hombre joven que apoya el pie derecho en un conjunto de rocas y el izquierdo en una vasija con caño en la que aparece la inscripción “Lozoya”. En el cuerpo de la derecha una hornacina cuadrangular acoge una figura femenina, alegoría de la Industria; en la parte superior, el escudo de Madrid. A la izquierda, alegoría de la Agricultura y en la parte superior, el escudo de España.
El conjunto tiene en su disposición claras influencias de la Fontana de Trevi romana pero toda semejanza acaba ahí. Absténganse, pues, quienes sientan la tentación de emular a la difunta Anita Ekber. Sobre no contar con Marcello Marstroianni, tampoco podrá darse un baño. Al contrario que en la fuente de Roma, la de Madrid permanece seca desde hace décadas. Al parecer, la instalación tenía filtraciones que por la parte posterior anegaban las dependencias del Canal y por la parte frontal inundaban la calle. Con ocasión del 150 aniversario de la inauguración del Canal se limpió la fuente y se le volvió a dar agua pero como seguían las filtraciones se cerró el grifo y hasta ahora.
No es el único problema que sufre la fuente. Ubicada en el número 49 de la calle Bravo Murillo, está encerrada dentro de la verja general de las primitivas instalaciones. En resumen, ni da agua ni permite aproximarse. Y las fotos, tras la verja.
A cambio, eso sí, Madrid sigue disfrutando de una de las mejores aguas que pueden encontrarse en una gran ciudad. Gracias al río Lozoya.

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