martes, 27 de enero de 2015

Juan Bravo Murillo, el valor de un hombre discreto

Juan Bravo Murillo nació en Fregenal de la Sierra en 1803 y murió en Madrid setenta años después. Tuvo una vida intensa y azarosa. Fue jurista, teólogo, filósofo y, por encima de todo, político. Militó en el partido conservador en unos años convulsos de la historia de España: las postrimerías del reinado de Fernando VII –conocido sucesivamente como El Deseado y el Rey Felón-, la proclamación de su hija, Isabel II –la de los Tristes Destinos- y su posterior abdicación y exilio.  
Ejerció la abogacía con notable éxito profesional pero fue reclamado para la política: fue titular de las carteras de Gracia y Justicia, Fomento y Hacienda, presidió el Consejo de Ministros y el Congreso de los Diputados. De su paso por Fomento legó el Canal de Isabel II que garantizaba, y aún lo hace, el suministro de agua a la ciudad de Madrid, y la implantación en España del Sistema Métrico Decimal. Además, impulsó la creación del Boletín Oficial del Estado, terminó la red radial de carreteras y fomentó la construcción del ferrocarril. Como presidente del gobierno firmó con la Santa Sede el Concordato de 1851, que devolvía a la Iglesia Católica los bienes desamortizados por la Ley de Mendizábal que no habían sido vendidos, le reconocía como la única religión de la nación española y su derecho a poseer bienes.
Resultó salpicado por las sospechas de corrupción que rodearon el reinado de Isabel II y hubo de abandonar la presidencia del gobierno. Al advenimiento del gobierno progresista marchó a Paris. Años más tarde fue reclamado para presidir el Congreso de los Diputados, cargo en el que terminó su vida política, tras lo cual se dedicó a escribir sus memorias.
Bravo Murillo fue un hombre discreto que rehusó los honores. Rechazó el nombramiento como miembro de la Real Academia de la Historia y no se molestó en tomar posesión tras ser designado académico de la de Ciencias Morales y Políticas. Por esos avatares de la vida política del momento, Bravo Murillo contempló entre el público la inauguración de la traída de aguas del río Lozoya a Madrid mediante el Canal de Isabel II, lo que cabe atribuirse tanto a su discreción como al proverbial desapego de los españoles hacia quienes tratan de mejorar sus condiciones de vida.  
Madrid dio su nombre a una de las arterias principales de la ciudad, algo más de cuatro kilómetros que unen la Glorieta de Quevedo con la Plaza de Castilla. En la confluencia de esta vía con la de Cea Bermudez, a la espalda de los jardines del Canal, se alza una estatua dedicada al político y jurista, obra al escultor Miguel Ángel Trelles. El monumento se erigió en 1902 por iniciativa del alcalde Alberto Aguilera ,que sembró de estatuas la ciudad para celebrar la mayoría de edad de Alfonso XIII, y entonces se colocó en el centro de la Glorieta de Quevedo, desde donde en 1961 fue traslada a su emplazamiento actual. La figura de Bravo Murillo se alza sobre un pedestal de piedra caliza. En el frontal de la base, una figura femenina representa a la ciudad de Madrid. En los laterales, sendas alegorías de bronce evocan sus iniciativas desde el Ministerio de Fomento: el susodicho Canal de Isabel II y la promulgación de la Ley de Puertos Francos de Canarias.

Tiempo atrás flanqueaban el monumento dos árboles que, al decir de lenguas maliciosas, trataban de impedir una perspectiva de la estatua en la que parecía que el prócer echaba mano de la bragueta y extraía su contenido. Los árboles han sido talados y el prócer mantiene su actitud modosa y decente, al menos desde la perspectiva inferior. Quizá a media altura…
Más, ¿para qué andar cavilando posturas equívocas? La realidad se impone: detrás del monumento se amontonan trastos varios y un lecho improvisado en lo que parece el refugio de alguien que carece de mejor cobijo. Lo cual es mucho más indecente que el contenido de la bragueta de Bravo Murillo.

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