domingo, 22 de noviembre de 2015

A Guadalajara en el chacachá del tren

Hasta hace poco tiempo, cada vez que en nuestros viajes nos encontrábamos con grupos de la tercera edad, el colega y yo nos mirábamos con suficiencia. Observa la edad media, solía comentar yo. Y así se ha incorporado a nuestro vocabulario particular. Ya viene la edad media, nos decimos, cuando vemos llegar un autobús lleno de jubilados dinámicos y voluntariosos.
Si te fijas bien, la mayoría de visitantes de museos o lugares turísticos son jubilados, sobre todo en días laborables. Los jubilados ayudan a mantener abiertos no sólo los hoteles y restaurantes del programa del Imserso, sino muchos establecimientos del país.
Si eres jubilado y vives en Madrid, además de correr el riesgo de morir por asfixia a causa de la contaminación, puedes beneficiarte del abono para mayores que, por 12,30 euros te permite viajar durante un mes por cualquiera de los transportes públicos de la Comunidad sin ninguna limitación. Ello vale para autobuses, tranvías y metro y para los trenes de cercanías, una red excelente. Cuando el destino excede el ámbito de la Comunidad pagas la diferencia en el mismo tren o en la taquilla. Todo facilidades.
De esa manera, puedes visitar lugares interesantes cómodamente, sin tener que coger el coche. Así que, cuando nos entran las ganas cogemos el cercanías y nos vamos a El Escorial, Cercedilla, Ávila, Segovia, Alcalá de Henares -comer en el restaurante junto al patio de la Universidad es una delicia- o a Guadalajara, entre otras posibilidades.
La última salida ha sido a la capital alcarreña, aprovechando los últimos días de benignidad otoñal. Tomamos el tren en la estación de Atocha a las 10,20 de la mañana, sin madrugones, sin agobios, sacamos nuestros libros electrónicos y nos ponemos a leer. El vagón va medio lleno, cada quien a sus asuntos, unos leen, otros consultan sus móviles, todos en voz baja. En la estación de Vallecas suben dos jóvenes con mochila. Se sientan en la misma fila que nosotros, al otro lado del pasillo.
Ella lleva la voz cantante, casi en sentido literal. Nos enteramos de que estudia Derecho, que tiene un profesor “totalmente gilipollas” y otro que es un lumbreras; los demás son todos “tontos del culo”. El chico mete baza cuando puede, al principio en un tono discreto, luego va alzando la voz como ella. Solo se les oye a ellos -a ella, principalmente-, una conversación insulsa y vulgar que solo a ellos les atañe. Se apean en Alcalá y el vagón recupera la tranquilidad. Me imagino a la abogada in pectore presentando sus alegaciones ante el juez con ese tonillo hortera y ese lenguaje ordinario y me acuerdo de Wert y de los Wert que le han precedido en el Ministerio de Educación. Y no para bien, precisamente.
Llegamos a Guadalajara tras una hora de viaje. El día está soleado y suave. De la estación salen varios autobuses con parada en el centro. Nos apeamos en la estación de autobuses y nos dirigimos a la Oficina de Turismo -que aquí es Oficina de Gestión Turística Municipal- donde nos atienden muy profesional y amablemente y nos proporcionan el plano que buscamos, una guía gastronómica, con sus recetas locales, y una guía de transporte urbano.
La oficina está en la Glorieta de la Aviación Militar, tomamos la Avenida del Ejército en dirección a la Plaza de los Caídos de la Guerra Civil, donde se levanta el Palacio del Infantado, dejando a un lado el Torreón de Alvar Fáñez. Todo, en cien metros. Cuando llegamos al palacio coincidimos con un grupo de medio centenar de jubilados así que optamos por esperar un rato para hacer el recorrido a nuestro aire.
Enfrente del palacio hay un archivo militar. La puerta del recinto está abierta y entramos para fotografiar la iglesia de los Remedios, que se encuentra a un costado. Fotografío la iglesia, actualmente Escuela de Magisterio, y cuando me vuelvo, el colega está hablando con una señora. Que no se puede hacer fotos, dice. Es más, que ni siquiera se puede entrar allí. Esto es un establecimiento militar, nos informa. Pues nada, adiós muy buenas.
La primera vez que estuvimos en Guadalajara, hace más de veinte años, nos quedamos a pasar noche en un hotel situado en las afueras, del que apreciamos la tranquilidad que ofrecía. Llegamos a la caída de la tarde de un día de final de primavera. La noche se presentaba apacible. Al pronto, oímos el canto de una tórtola. Nos pareció que venía a poner una nota romántica. La tórtola cantarina debía tener una novia desdeñosa o sorda porque el pájaro se pasó la noche en un trino permanente, como un tuno de Veterinaria. La tórtola de Guadalajara se nos ha quedado como el paradigma del conquistador tenaz.
La ciudad ha cambiado mucho desde entonces y para bien. Aunque el centro sigue teniendo ese aire como de lugar sin terminar, ofrece espacios bien cuidados para pasear y una particularidad que estaría bien que cundiera: ha señalizado todos sus puntos de interés con indicación de la distancia que media.
En la calle del Teniente Figueroa, se encuentra la iglesia de Santiago, que en verdad es lo poco que queda del antiguo convento de las Clarisas. Después de que en 1912 las monjas se trasladaran a Valencia la familia Figueroa -uno de los apellidos ilustres de la ciudad- desmontó el claustro y la portada y se los llevó a una finca de su propiedad; el templo lo donó a la ciudad. El interior es gótico y mudéjar, con un artesonado también mudéjar.
En la misma calle, donde estuvo la judería, se levanta el convento de la Piedad, unido al Palacio de Antonio de Mendoza. Fue construido en el siglo XVI en estilo renacentista y reformado con elementos neoclásicos en el siglo XIX. A lo largo de su historia el palacio ha sido convento, sede de la diputación, museo, cárcel y, finalmente, instituto de educación secundaria.
Imagino que debe ser gratificante para los alumnos empezar la jornada pululando por el patio central -obra de Alonso de Covarrubias- y subir al piso superior por la magnífica escalera con pasamanos de piedra labrada y azulejería en las paredes. En el lateral norte se ha adosado un escudo imperial de Carlos V trasladado de la desparecida Puerta del Mercado.

Nos encaminamos a la concatedral pasando por el Palacio de la Cotilla, cuya estancia más valiosa es el salón de té, con pinturas chinas. La iglesia de Santa María fue construida en el siglo XIV sobre una mezquita del XIII. De estilo mudéjar, llaman la atención los arcos de herradura de sus puertas y los pórticos así como la torre, rematada en el siglo XVI. Cuando accedemos al interior, el sacerdote toca en el órgano una pieza que resulta muy agradable. Nos sentamos en un banco hasta que finaliza y entonces descubrimos en un lateral de la nave de la epístola una escultura orante de Juan Pablo II, tan realista que nos sobresalta.
En el folleto que nos han dado en turismo buscamos un sitio para comer y nos decidimos por Casa Palomo, que está cerca de la concatedral, a la vuelta de la Capilla de Luis de Lucena, en la Cuesta de San Miguel. Es un restaurante pequeño, con platos de la tierra, contundentes. Salimos pensando que para quemar las calorías que nos llevamos puestas deberíamos volver a Madrid a pie.
Alternativamente, nos dirigimos al Panteón de la Condesa de la Vega del Pozo a través de los parques de San Francisco y de San Roque, lo que resulta un paseo muy agradable. El Panteón se levanta sobre un altozano y es un monumento de propiedad privada que administran las monjas adoratrices, cuya fundadora, Santa María Micaela del Santísimo Sacramento, era tía de Diega Desmaissières y Sevillano, quien lo mandó construir en homenaje y reposo final de su familia.
Las obras se realizaron entre 1882 y 1916 según proyecto del arquitecto Ricardo Velázquez Bosco, restaurador de la mezquita de Córdoba y autor del Palacio de Cristal, del Palacio de Velázquez, ambos en el Parque del Retiro, y la Escuela de Ingenieros de Minas, todos ellos en Madrid. En su decoración exterior intervino Daniel Zuloaga, tío del pintor Ignacio Zuloaga.
El Panteón es una mezcla de estilos, neorrománico, mudéjar y bizantino. Se accede previo pago de tres euros y la visita es guiada. No se permite hacer fotos. Como la tarde es soleada, la luz que entra por las vidrieras da al interior un aire de irrealidad, al que contribuye no poco el tono hagiográfico de la guía.
Al salir, nos tomamos un café en el quiosco del parque de San Roque. La persona que lo gestiona nos informa de que él vivía en Madrid pero se ha trasladado a Guadalajara porque la vida es aquí más plácida y mejor. Nos lo creemos a pié juntillas.

2 comentarios:

  1. Comento solo el principio de tu entrada, hace unos días, pude leer, creo que en El Confidencial, la siguiente noticia: "Dos millones de pensionistas se convierten en los nuevos ‘ricos’ a la luz del IRPF".

    Nada más leerla entro, no digo que en pánico, pero si que me pongo a pensar en cosas nada buenas, seguro que están pensando que nosotros " los viejos" estamos viajando demasiado y que como nos encontramos tan bien, comenzarán a reducir nuestra pensión y a realizar nuevos recortes en sanidad y así pondrán las cosas en su lugar, "el viejo (muerto), al hoyo y el vivo al bollo"

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  2. Vi la misma noticia y pensé que era una forma de subirnos los impuestos, nada bueno, en suma. Luego llegué a la conclusión que, sin tener motivos para tirar cohetes, cobramos más que muchos de los que están trabajando. Eso sí, solo después de haber cotizado por la máxima y haber trabajado más de 35 años. Somos los tuertos en un país de ciegos. De tan ciegos que, al parecer, van a seguir votando a los mismos que les han conducido a un callejón sin salida.
    Saludos.

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