domingo, 3 de abril de 2016

Michelin de Aranda: una huelga de noventa días

Cuando en 1981 -el año que Tejero tomó el Congreso- Aranda alcanzó los 27.849 habitantes, hacía cinco años que en la población se había producido el mayor desgarro social desde la guerra civil: una huelga que duró 90 días, que arrasó con relaciones, amistades y afectos que parecían duraderos y que dejó en el paro a un grupo de personas que se habían jugado su futuro por los demás. Hubo quien no volvió a dirigirse la palabra durante décadas. Y todos se aplicaron a cultivar un espeso silencio que dura hasta hoy. 
En 1976 ya se había muerto Franco, pero poco. Las estructuras políticas y sindicales de la dictadura permanecían intactas. Sin embargo, las organizaciones democráticas que habían ido naciendo en previsión del "hecho sucesorio" pugnaban por saltar las costuras. Raro era el día que no se convocaba una manifestación, que solía acabar a palos, la mayoría de las veces, o no, según el talante del gobernador de turno. Con una inflación que alcanzaba los dos dígitos, más rara aún era la jornada que no se convocaba una huelga para reclamar aumento salarial. Con desigual fortuna también, unas veces se conseguía y otras, no.
La huelga de Michelin de Aranda no fue por los salarios. O no solo por eso. La huelga de Michelin saltó, oficialmente, para reclamar un convenio único para todas las factorías españolas (las diferencias salariales entre las del País Vasco y las castellanas eran brutales, incluso dentro de la misma fábrica, tampoco existía un criterio salarial único por categoría) y en solidaridad con la factoría de Valladolid, que había iniciado un paro el 2 de febrero. En la nebulosa de aquellos días, se detectaba también una pugna entre los sindicatos -ilegales aún- por hacerse un hueco. En Aranda, USO parecía dominar el panorama, frente a Valladolid, donde era CCOO quien pretendía llevar la voz cantante. Antonio Gutierrez, luego secretario general de CCOO, sería uno de los despedidos de la huelga vallisoletana.
Pero, por encima de la táctica sindical de tonto el último, en Aranda la huelga saltó, con una firmeza que sorprendió dentro y fuera, por una cuestión de dignidad y de autoestima.
Para ejecutar la política empresarial de la empresa francesa, los mandos intermedios eran la correa de transmisión entre la dirección y los trabajadores, a ellos los presionaban por arriba y ellos presionaban por abajo. Abundaban los casos de acoso y maltrato laboral aunque aún ignorábamos que eso se llamaba bullying. La relación entre mandos y operarios se había ido envenenando paulatinamente. Por entonces, hizo fortuna entre los jefecillos el apelativo de destripaterrones dirigido a sus subordinados. Efectivamente, la mayoría procedían del campo, pero eran propietarios de sus terrones y de sus tierras.
No sólo era la falta de tacto de mandos y dirección, es que sus informes, las fichas personales, por subjetivas que fueran, tenían repercusión en la nómina de los trabajadores, de manera que los miembros de un mismo equipo, que hacían el mismo trabajo en el mismo turno, podían tener distintos sueldos, a discreción de la empresa. Aquél trato vejatorio, aquella desconsideración que fue generalizándose, creó un malestar que se expresó con toda rotundidad el 6 de febrero. Sólo aceptando ese enconamiento previo se puede entender la resistencia de la huelga.
El hecho es que aquel 6 de febrero el comité de empresa -elegido con arreglo a las normas del sindicato vertical pero con elementos de sindicalismo de clase- propuso ir a la huelga y la propuesta fue votada favorablemente en los sucesivos turnos. A las 10 de la noche, los trabajadores que terminaban la jornada encontraron a otros muchos compañeros que los esperaban en la puerta. De manera espontánea se formó una manifestación que desde el Polígono Industrial llegó hasta el centro de Aranda. Quienes vivieron aquel momento, en la oscuridad de una fría noche de invierno en la meseta, un millar de hombres desfilando en silencio por las aceras para no interrumpir el tráfico -todavía la N-I atravesaba el centro de la población- no lo olvidarán nunca. Muchos lloraban. De rabia, de emoción. Quienes contemplaban su paso, ignoraban qué estaba sucediendo pero sospechaban que era algo importante. La mayoría de ellos carecía de adscripción política o sindical -como el resto de españoles, por otra parte- pero eran conscientes de estar defendiendo algo que les concernía profundamente.
Al día siguiente, no pudo reiniciarse la producción en la fábrica por falta de mano de obra. Y así, durante tres meses. Los primeros días, los huelguistas se reunían casi a diario en asambleas que encontraron cobijo en la parroquia de Santa Catalina, pese a la oposición del obispado. Luego, donde se podía. En la campa de Cantaburros, en el salón del colegio de las Francesas...
Se había creado una comisión, Grupo Obrero Michelin de Aranda, el G.O.M.A, una especie de equipo de gestión de la huelga, pero las asambleas eran un poco anárquicas, quien creía tener algo que decir, tomaba la palabra. Sin embargo, había dos personas que conducían los debates con especial fortuna: José Ramón (Moncho) Pita y Marcos López Vargas, que aparecen ¡tan jóvenes! en la foto. Eran tipos con autoridad moral entre sus compañeros y sobre ellos recayeron campañas infames, que aguantaron con dignidad y sin queja. La acusación principal era su hipotética pertenencia al Partido Comunista, todavía ilegal, como el resto de partidos.
La función de aquellas asambleas, además de fijar estrategias ante la empresa, era la de mantener la cohesión de los huelguistas. Se aprobó una tabla reivindicativa que reclamaba el convenio único para las factorías de Michelin España (Lasarte, Vitoria y Valladolid, además de Aranda), la jornada máxima de 45 horas, 42 para el turno de noche, y un salario mínimo de 22.000 pesetas, además de la readmisión de los despedidos en Valladolid. La empresa respondió con una primera tanda de dieciséis despidos: el comité de empresa en pleno y alguno más que pasaba por allí, como escarmiento. Luego, siguió el goteo de despidos, que llegó a superar los dos centenares, y, en abril, la empresa dio de baja en la Seguridad Social a todos los trabajadores en huelga

Michelin se mantuvo en todo momento cerrada a cualquier intento de negociación, aferrándose al principio de autoridad, con la impagable colaboración de la policía de la época, que elaboraba y filtraba informes personales de todos los que se significaban de alguna manera, o por el simple gesto de tomar la palabra en las asambleas. Los huelguistas pidieron la mediación del rey y del gobierno. Inútilmente. Como ya he contado en este mismo lugar, cuando el 12 de marzo una delegación de los trabajadores en huelga de las factorías de Michelin en España consiguió entrevistarse con Martín Villa, a la sazón ministro de Relaciones Sindicales, para exponerle la justeza de sus reclamaciones y pedirle que mediara ante la empresa, les respondió: Como ustedes saben, una cosa es la justicia y otra es la legalidad. 

Por si había dudas, estaba claro que la defensa de los trabajadores podía ser justa pero era ilegal, en tanto que la defensa de la empresa podía ser injusta pero era legal.
En Aranda, la huelga se contemplaba con una mezcla de estupor y de incredulidad. ¿No eran estos los que cobraban unos sueldazos?, se preguntaban algunos. Otros, echaban mano de la memoria y recordaban las huelgas durante la República. Esto va a terminar mal, se decían. Y luego, estaban las relaciones entre los compañeros, entre quienes habían ido a la huelga y los que no. En una misma familia, entre amigos. Os están manipulando, se acusaban mutuamente.

Fueron tres meses de lucha desigual, un millar de trabajadores frente a una empresa poderosa -que en algún momento llegó a amenazar con desmantelar la factoría y llevársela a otro lugar- una administración insensible y una policía con métodos heredados de la dictadura, que efectuaba detenciones arbitrarias. Fueron tres meses de drama en una población de tradición conservadora, que evocaba la guerra civil como una sombra amenazadora. Tres meses en los que cada cual tuvo que decidir de qué lado estaba, si de la empresa, que defendía unos privilegios que la ley le otorgaba, o de los trabajadores, que defendían unos derechos que aún se estaban conquistando. A pesar de la reticencia, cuando no hostilidad, del obispado, los huelguistas encontraron apoyo en una parte del clero local y, en Madrid, en el obispo Alberto Iniesta, que acogió en una parroquia de Vallecas a un grupo de trabajadores que se había declarado en huelga de hambre y que acabaron detenidos por la policía.
Noventa días en las que se vivieron gestos de generosidad por parte de vecinos anónimos y de empresas locales, que aguantaron deudas y vendieron a fiado cuando fue preciso. Marcos López Vargas recordaba recientemente, en una emocionante entrevista en Diario de Burgos, que fue un funcionario anónimo quien pagó las fianzas de los últimos detenidos, o que las Cajas de Ahorros fijaron una moratoria en las hipotecas de los huelguistas. Tres meses en los que nunca faltaron patatas en la bolsa de alimentos, gracias a los agricultores de la comarca, muchos de ellos también en huelga.
Noventa días que dieron para escribir una novela surrealista, vistos los hechos con ojos del siglo XXI. Como ya se ha apuntado, una de las decisiones de los huelguistas fue solicitar la mediación del rey Juan Carlos. La carta hubiera sido perfectamente inútil incluso si la hubiera llevado en mano la duquesa de Alba. Pero la tarea se encomendó a una pareja joven, despedido él, con dos niñas pequeñas. Por sorprendente que parezca, el 600 familiar fue sorteando los controles en el Palacio de la Zarzuela. Hasta que en el último, con el palacio a la vista, antes de que la mujer pudiera repetir tan cortésmente el discurso que ya había endosado en los controles anteriores, una de las niñas pidió hacer pis. Y se rompió el encanto. Allí mismo hubieron de dejar la misiva, de la que nunca hubo respuesta.
En este capítulo cabría incluir también aquella reunión con uno de los abogados contactados para defender a los despedidos, un joven con gafas gruesas, de nombre Enrique Barón, que con el tiempo acabaría presidiendo el Parlamento Europeo. Mientras preparaban la estrategia defensiva alguien avisó de que la policía se dirigía al local del Polígono Residencial donde se encontraban reunidos, con la sana intención de enchironarlos a todos. Se produjo una estampida tal que algunos solo pararon cerca de Castrillo.
Noventa días, en fin, en los que muchos aprendieron los primeros rudimentos sindicales. Uno de los jóvenes despedidos se negó a pasar por el trámite de disculparse para ser readmitido -No tengo que pedir perdón por haber hecho lo que tenía que hacer, dijo- se fue a su casa y se dedicó a cultivar sus tierras. Años después sería elegido secretario general de COAG.

El 28 de abril, el Ministerio de Trabajo propuso un laudo arbitral que aceptaron ambas partes y que se encomendó al director provincial de Asuntos Sociales. Magistratura de Trabajo suspende los juicios por los despidos a la espera del laudo pero el 3 de mayo la empresa se retira del arbitraje y aboca la situación a un callejón sin salida.
Tres meses sin percibir ningún ingreso era más de lo que algunas familias -jóvenes, con hijos pequeños y compromisos económicos, la mayoría- podían soportar. Luis Mateos, que siempre trató de mediar con la empresa, con escaso resultado, reclamó que no quedara fuera nadie de Aranda. Y en eso le hicieron caso.
El 4 de mayo, los trabajadores votan en asamblea la vuelta al trabajo. El 6 de mayo de 1976, terminaba la huelga de la fábrica Michelin. Fuera se quedaban 37 despedidos, que la empresa consideró innegociables. Eran, quizá, los que más habían peleado, los que más habían arriesgado. Trabajadores que no tenían más culpa que los que fueron readmitidos, si reivindicar los derechos de los trabajadores puede considerarse culpa. 

Uno de aquellos huelguistas, un hombre mayor y curtido en la lucha por la vida, le confesaría años después a la periodista: Cada día que ficho me acuerdo de ellos y se me hace un nudo en el estómago. No se merecían que los dejáramos fuera pero nos entró el miedo y votamos volver a trabajar. Aquella claudicación es una espina clavada que muchos nos han logrado arrancarse.

La empresa tenía ya entonces una larga tradición de resistencia empresarial que luego fue incrementando. En 1975 había sido sancionada con una multa de más de 17 millones de pesetas por realización abusiva de horas extras. En 1972 y luego en 1976 se negó a reconocer sentencias de amnistía laboral de trabajadores despedidos, nueve en un caso, 17 en otro. El abogado de la empresa llegó a recurrir por inconstitucional la ley de Amnistía Laboral. En 1978, se negó a la celebración en sus factorías de las elecciones sindicales, que hubieron de ser impuestas por la Delegación de Trabajo. Finalmente, se negó a reconocer representatividad sindical a los comités de empresa.
Pese a ello, el tiempo, la justicia y la democracia acabaron dando la razón a los trabajadores que consiguieron todas sus reivindicaciones. Michelin Aranda, que llegó a rozar los 3.000 empleados y a finales de 2014 tenía 1.353 en nómina, se había convertido en la mayor fábrica de neumáticos de camión de la empresa y la primera en ratios de eficiencia, calidad y flexibilidad. Una referencia mundial.
En octubre de 2014, el Ayuntamiento de Aranda de Duero entregó a François Michelin el nombramiento de hijo adoptivo de la villa, como reconocimiento a la deuda que la población había contraído con la empresa. Le acompañaba en el acto, Mari Paz Robina, la primera mujer directora de la factoría arandina. Fue una de las últimas alegrías que otorgó la vida a quien había dirigido con mano firme la empresa en aquellos meses convulsos de 1976, que fallecería en abril de 2015, a los 88 años.
Se cumplen ahora 40 años de la huelga de 1976. 40 años de silencio y olvido. Pero, jóvenes o mayores, los arandinos, especialmente los michelines, son igualmente deudores. Esa vida confortable, aquella moto chula que estrenaron a los 16, los cursos en Estados Unidos, el crucero en el Caribe, el viaje a Vietnam, la tele en la habitación, el primer Mac... una parte de esos caprichos que parecían tan naturales, se pagaron con el sacrificio de quienes entonces dijeron basta. 

Si luego la huelga fue legal, si el bullying está penalizado, si se puede militar en un partido, conservador o progresista, si se puede elegir a qué sindicato pertenecer, si la policía necesita un mandato judicial para detenerte, una cuota parte se debe a aquellos que votaron hacer huelga y aguantaron 90 días sin cobrar. Quizá también sea llegado el momento de reconocer la deuda que los trabajadores tienen contraída con aquellos 37 despedidos. 

5 comentarios:

  1. ¡Qué bien describe Mery Varona un botón de muestra de nuestra transición a la democracia! La veo con veintipocos años, marido huelguista despedido y dos crías y con esa labia que los dioses otorgan solo a sus elegidos ir a mediar en su seiscientos ante el antiguo alcalde falangista ¡y ante el propio Rey!… “Pero no puedo vivir sin memoria de cada paso que anduvimos” (Víctor Manuel).

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    1. José Eugenio, me ha dado mucha alegría saber de ti. Gracias por tus palabras. Es verdad, si olvidamos lo que hicimos, lo que anduvimos, no sabremos enseñarlo y nosotros mismos habremos empezado a morir un poco.
      Un abrazo muy fuerte.

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  2. Gracias, Mery por tu memoria y por transmitírnosla. Para que no olvidemos y para que los más jóvenes sepan. Quien no tiene memoria no tiene futuro.

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  3. He decidido otorgar al polen que ya ha vuelto el motivo de tanto pañuelo mientras te leo.
    Qué bien escribes, Mery, ha sido como estar ahí, mirando por la ventana cuando los trabajadores salieron de la fábrica la primera noche...
    Olvidamos, olvidamos todo, incluso que la reivindicación de lo justo no requiere gritos, insultos o pancartas, silencio y filas apretadas, es más que suficiente.
    Gracias, seguro que la Pubilla no lo olvidará

    Besos

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  4. Me encantaría saber, los nombres de los valientes injustamente despedidos, que fueron los que de verdad lucharon y consiguieron todo para los demás, incluso los que no apoyaron su lucha pero que luego se beneficiaron de lo conseguido por los despedidos

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